Te espero
a la sombra de
la palabra Árbol, no
al árbol.La palabra no
deshoja y es siempre
encuentro.Te espero,
como siempre a
la
som
bra
de
las
palabras

Cuento de bolsillo




Había una vez una mujer que mientras dormía había dejado caer, por un bolsillo descocido, decenas de palabras que había destinado a refacción.
Esa noche, la suma de letras desarticuladas se enredó entre las fibras del género; se escurrió finalmente por entre las partículas de aire y salió de la habitación.
Poco entendía la mujer luego de abrir los ojos. Los significados de las cosas se habían fugado. Salió de la casa como quien sale a la orilla del abismo. Alcanzó a pensar que las palabras sin dueño no podían ir muy lejos y posó su vista sobre el primer remolino cercano que encontró. Allí estaban. Palabras revueltas con hojas de otoño.
Sacó de sus vestidos un inventario de palabras ausentes: taza, amapola, entrevero… pero notó que las que tenia en frente eran más de las que le faltaban. Entonces elevó la vista. Al final del camino había un hombrecito, apenas despierto, desconcertado por sus bolsillos rotos.


Mural





En las paredes del Hospital Materno Infantil San Roque de la ciudad de Paraná,
en la sala de des-espera de la Terapia Intensiva se ven inscripciones como:
“Dios Ylumina”; “Su papa cien la espera”; “Nesto que Dios te beniga”, y con el mismo color: “Nesto que todo te bien mu pronto. Tu tia Rosa”.
Así, los familiares de los internos imprimen en el muro blanco sus iniciales, les dibujan barcos a sus niños y a sus niñas, y les escriben cartas,
como esperando que la cal les absorba las tristezas y los inmortalice.

Princesas




“¿son lo mismo niñas y princesas?
¿unas quieren ser las otras y las otras unas de las más? (...)”.
Nicolás Rigaudi

Gran parte de los problemas de nuestra vida proviene, casi diría de un solo lugar: los cuentos infantiles clásicos que alimentan los preceptos culturales.
De nenas casi siempre soñamos con los vestidos, los zapatos “de cristal”, el carruaje tirado por caballos blancos y todo el merengue que viene adosado a esas historias. Ya no tan nenas, pero con los relatos rosa chicle incrustados en nuestra subjetividad, marchamos por la vida sin que existan demasiadas contradicciones entre los elementos fantásticos y el mundo real.

Pero eso sí, en algún momento ocurre. En algún momento, toda mujer con una porción de materia gris cae en la cuenta de que algo anda mal. Y si no generalizo en la afirmación es simplemente porque existen sus buenas excepciones: las mujeres que nunca abandonan el cuento. Parte del género del que no pretendo ocuparme.

Pero cómo decía, en algún momento nos encontramos buscando la biografía no autorizada de la Bella Durmiente para ver cómo resolvía su vida con un periodo menstrual, para saber cómo combatía los pelos encarnados, cómo hacía para manipular esos taquitos las 24 hs., si tenía mal aliento cuando se levantaba, cuáles eran sus discusiones epistemológicas, si se replanteaba en algún momento las condiciones de producción existentes, etc., etc.

Pero claro, nada de eso esta al alcance por la sencilla razón de que nada de eso existe. Porque si las princesas, en los términos románticos en que las presenta la literatura (y obviando el monarquismo parasitario aún existente), terminan por no existir, la suerte del “príncipe” no es distinta. El problema es cuando esa crema pastelera mental que nos promete la felicidad eterna, nos lleva a pasarnos la vida besando sapos que nunca dejarán su condición de anfibios.
Pero el tema no queda ahí. A medida que la vida avanza, el menú se amplia con las telenovelas, las películas rosa yanquis y de nuevo llegamos a la publicidad, que nos recuerdan las historias de esos amores mágicos y lo Blancanieves que debemos ser.

Pero qué lejos que están las hadas cuando llegamos a nuestra casa repletas de papeles, carpetas, bolsas de supermercado, manipulando bolsos y bolsas; cuando tenemos un humor de perros porque las tareas del laburo nos llevan varias horas extra y la casa se nos viene encima.
Por eso, cuando se nos reclame que estamos poco arregladas, que rompemos las bolas con el dolor de ovarios, o nos recriminen lo poco estético de nuestros pies hinchados de caminar como unas bestias, lo mejor que podemos hacer es desatar la más justa afirmación pronunciable en esas circunstancias:

“querido, Blancanieves no existe”

y arrojar por la ventana, en un acto de liberación, las obras completas de los Hermanos Gimm.

¡Basta!




No creo que un desodorante sea capaz de volver irresistible a un hombre;no creo en fajas adelgazantes preparadas para convertir a cualquiera en un/a modelo; no creo que las mayonesas sean capaces de unir a la gente o que gracias a ella uno pueda “vivir la comida de verdad”. No existen las cremas limpiadoras con la facultad de arremeter contra cualquier superficie sucia (porque cuando una publicidad dice cualquiera Es cualquiera: palos de golf, licuadoras, cocinas, azulejos, zapatillas, juguetes, bicicletas, pelotas, carteras, microondas (y esto aparece en un comercial, no es invento).
Y por favor ¡¿qué eso de que un desodorante de ambiente atrae a las musas inspiradoras?!
Cuando voy al super a comprar un sobre de sopa, lo que quiero no es más que eso:
¡un-sobre-de- sopa!
A lo sumo deseo elegir entre si es de verduras, de choclo o sabor ravioles con tuco. Pero no un aliciente para el mal de amores o un motivo para cambiar mi vida.
No quiero más empresas de teléfono que pretendan convencerme de que si las contrato los problemas de comunicación se terminan. No quiero que me insinúen que si ingiero el yogur que toma Araceli González una vez al día, puedo quedar igual a ella…
¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!
Piedad, vida de consumo... piedad.

Cosas que pasan




Mi tía siempre me aconsejaba lo mismo: "si andas floja de autoestima, lo mejor que podés hacer es pasar por una obra en construcción". Cada vez que ella lo hacía, los muchachos de la clase obrera la piropeaban como a nadie. "No hace falta parecerse a Julia Roberts", me decía.

Y la verdad, no hubo vez que no funcionara. Tanto que cuando un grupo de albañiles se apoderó del departamento de al lado, yo le recordé la fórmula de la tía Inés a mi amiga conviviente y sé que en el fondo las dos nos entusiasmamos y fuimos capaces de imaginar, no sin cierta vergüenza, lo que serían de ahí en más los retornos a la casa. Desde ese momento, seguro íbamos a volver quejándonos de lo insistente de los comentarios libidinosos de esos hombres, bien formados a fuerza de trabajo pesado.
Siempre hay un Tom Cruise al que el start-system de la industria cinematográfica se le escapó, dejando que perpetrara en condiciones bastante poco afortunadas. Pero a las chicas de clase media ni se nos ocurre mirar que hay detrás de los ladrillos y las bolsas de cemento, por traición a las buenas costumbres.
Mi amiga Soledad es de esas, pero ella, a diferencia del resto, se atrevía un poco más y cada vez que uno de estos sujetos le lanzaba brabuconadas penetrantes, ella desataba una sarta de comentarios voluminosos que flotaban en el aire hasta que desaparecía en la línea del horizonte. Pero la cosa se complicó.

Cuando llegaron los albañiles al departamento de al lado, mi amiga había tomado las precauciones de no avistar hasta que supiera que estaban muy ocupados. Pero un día no le quedó más remedio que abrir la puerta y caminar por el pasillo atestado de obreros de la construcción. ¿Qué pasó entonces, se preguntarán? Bueno... nada. Exactamente NADA. ¿Y a su vuelta? Nada. Los hombres ni miraron. “Respetuosos”, "bien educados", fue lo primero que pensó Soledad y me lo comentó. Aunque también dejó lugar a la hipótesis de que su paso por el pasillo habia sido lo suficientemente fugaz como para que alcanzaran a verla. Pero no. A la segunda semana, los muchachos seguían inmutables, hablando entre ellos, sacando medidas… Nada. A la tercer semana, mi amiga estaba más interesada en el tema que de costumbre y salía a la puerta por cualquier motivo. A las tres semanas y media, había abandonado el jogging y hasta salía maquillada.
A los pocos días su preocupación se hizo explícita. Salió tan violentamente de su boca que llego a asustarme : “¡¿boluda, estoy muy gorda? ¿O qué mierda les pasa a estos tipos?!"
Los ecos de la desesperación desatada por mi amiga tampoco lograron desconcentrarlos.
Ella por su parte decidió retomar los calditos sin sal y las galletas de arroz y, por las dudas, también el gimnasio.